miércoles, 3 de marzo de 2010

Un paseo por Central Market


 

Un paseo por los olores aplastados contra el asfalto, y la humedad que empieza a suspenderse otra vez, luego de la lluvia de ayer. Esquivando charquitos de barro y de pulpa de frutas ya deformes, ya anónimas, entre las miles de cajas y cajones, las voces de toda Latinoamérica se elevan al cielo y anuncian precios y mercadería.

El Mercado Central vive así cada día. Y cada noche. Para comprar pescados el mejor momento es los martes a las 3 de la mañana, para las verduras cualquier día, antes del mediodía; las baby berenjenas están los miércoles, no como las paltas (hoy no encontramos).

Hay de todo en la ciudad de las mercancías a bajo precio: podes comprar desde una almohada hasta una máquina de fotos – a buen precio, mejor no preguntar- ; artículos y adminículos de limpieza, camas, sillones, ruedas para tu camión, un chancho entero (o fraccionado), kilos y kilos de tubérculos, en fin: variedad, precios, oferta y demanda que manejan en las ferias como capricho a cada rato.

Y todo parece fantástico, los billetes elásticos, los fondos infondables, hasta que abrís la bolsa con el kilo de tomates. Y no. Yo no quiero ESE kilo de tomates. Por más barato que sea, por lo menos ahorrate la caradurez, dame tomates más lindos, con lo rojitos que están… y te cagan porque los tomates redondos de tu bolsa están llenos de tajos: entonces te quejás y te enchufan uno que está tan verde que ni siquiera para frito. Y que te cobran un peso de más ¿si me cobrás más para que carajo vine al Mercado Central? Y peleás con la boliviana que devuelve sin chistar, porque se fijan hasta dónde, prueban la trampa, y el pez que pica queda. Pero yo no. No. A mí no.

Y camino los pasillos esquivando los carritos y camiones que de tan repletos no saben por dónde van: entre eso y los charcos es toda una odisea movilizarse. Y se me llenan las manos de bolsas que van cortando mi circulación: menos mal que me vestí acorde, pienso, hasta que una de mis zapatillas se desata y ahí empieza el caos.

Después pasamos por el pabellón de las carnicerías en donde la gente hace metros y metros de cola porque los precios son tan explícitos: de un lado el asado sale $21 mangos el kilo, pero enfrente el cartel dice $12. Y qué querés. Nos ponemos en la cola. Pero de repente veo que mi compañero se mete en un huequito y sale con una bolsa rebosante de osobucos y le digo: te colaste. Te colaste en el mercado central en plena crisis de aumentos. A vos te van a apedrear en el medio del playón del estacionamiento. Y nos apuramos hasta el auto para seguirlo cargando. Y vemos que la goma está baja, pero qué importa, qué importa si en el central market world hay hasta gomería. Hay puestitos de panchos por dos mangos – pero que se abastecen con la mercadería de adentro, que te ofrece 120 salchichas con pan, mostaza y mayonesa a $67 – y de repente el carrito en la costanera no parece tan mal negocio.

Pienso, siento, aspiro el crisol que es el mercado central y sonrío desde mi anonimato: soy una más de las miles de personas que llegan, compran y se van. Muevo la mercadería y la revendo en otro lado, de otra manera. Somos tan sólo un pequeño eslabón en la cadena.

Salimos como zombies en pleno mediodía y el calor insoportable que se empieza a mezclar con los olores hasta generar náuseas. Apretamos el acelerador, dejamos atrás los ruidos, los precios, la diferencia de centavos que de repente importa. Todo el ahorro, cada pequeña cuenta, cada monedita. Hasta un limón.

Frenamos porque tenemos hambre y pedimos un combo Cuarto de Libra y una Macnífica. Encarnamos la paradoja. Pedimos un poco más de sal y repetimos al unísono: en el fondo, lo que importa es el kétchup.

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