domingo, 1 de abril de 2012

Time exchange


Es domingo y tengo el pelo sucio. Se separa en mechones de colores, como una mañana en la casa de Córdoba cuando todos nos reímos de lo sucios que estábamos, o como cuando una de mis compañeras de colegio hacia competencias a ver quién aguantaba más sin bañarse. Ella siempre ganaba. Hoy ganaría yo.

Es domingo y estoy en pijama tirada en el piso con una taza de café. Tiene leche, tengo que terminarla. Por más que compre el recipiente más individualista de la góndola, siempre me sobra.

Si alguien se hubiera despertado conmigo probablemente tendría que haberme bañado y hecho café para dos, terminando así la leche y arreglando mi pelo.

Pero no.

Si la persona que durmió conmigo –porque siempre alguien, real o no, esta ahí conmigo- hubiera sido vegetariana por ejemplo, yo le haría Tomato Magic y lo dejaría encantado. Si fuera un poco más varón me llevaría a desayunar y yo todavía estaría preguntándome si en verdad le gusto.

Así, de esta manera, no tengo que molestarme con nada.

Miro afuera y hay sol y un poco me relamo con esto que los que estamos acá llamamos libertad. No sólo libertad de ir a cualquier lado, sino también de estar en soledad sin tener que hacer nada por nadie. Si no quiero, no me levanto del piso en todo el día y me hago otro café más. Si quiero salgo a correr, me voy a bañar, me voy al teatro, me compro ropa, me pinto las uñas, me tomo un tren, me subo a un avión y me voy a otro país…

Barajo las opciones y evalúo si vale la pena abrir la boca, hablar con alguien. Cada minuto es mío y si uno decide compartirlos – porque de repente te hacen darte cuenta del valor de tu tiempo cuando cada vez que querés hacer algo con alguien te sacan una agenda y te dan turno. Turnos para tener amigos / amantes / maestros / espías – es porque realmente vale la pena. No sólo intelectualmente sino también emocionalmente si uno invierte ese tiempo en alguien o en algo es porque previamente la situación fue diseccionada e inspeccionada y el veredicto fue positivo.

Valiste la pena.

Y así como de repente uno vale la pena también a veces no la valés. Y, de la manera más despiadada, generalmente disfrazada de silencio e indiferencia, uno es descartado.

Nunca más te atendió el teléfono.

Te quedás sentada con el pelo sucio y una taza de café frío mirando hacia afuera y tratando de buscar con qué ocupar tu tiempo. Que sí, vale, vale millones… pero hoy lo darías a cambio de nada. Te mirás las manos con las uñas pintadas de azul y cada peca de la cara y abrís la boca y no sale nada. Nada.