lunes, 14 de diciembre de 2009

Recuerdos de un no-lugar


 

Recuerdo la primera vez que lloré en un no-lugar. La sensación de angustia que trepaba dentro mío, rebotando contra las paredes carnosas (¿?) de mi alma. Una suerte de espasmo recorría mi cuerpo y yo temblaba, no por el frío del no-lugar, ni por su piso que de tan liso parece siempre limpio. No. Temblaba por no saber. Devenir. Dudar. La inseguridad de la incógnita que nunca logré domesticar.

Lloraba hecha un pequeño ovillo de cristal hasta que una señora – no se, eso no lo puedo recordar con nitidez, solo su voz de género femenino- se acercó a consolarme sin saber por qué. Por qué tanto dolor. Porque me rompieron el corazón, le contesté, o le conté. Porque me habían hecho estallar el corazón dejándolo en montoncitos de astillas que fui juntando de a poquito, con el tiempo. La voz de mujer me dio algo que tenía gusto a menta y también un pañuelito, de esos que las mujeres llevan en la cartera y que yo nunca – nunca – tengo.

Esa vez despegué y el avión quedo volando haciendo círculos sobre el destino final, que eran los brazos de papá, porque había algún problema aéreo que me dio claustrofobia. Aterrizamos y me desmoroné por completo.

Mi otro no lugar me tuvo llorando desconsolada el domingo a las 12:42 p.m. Salí corriendo de un pasillo en donde alguna lluvia había dejado los vidrios veteados y, tapándome la cara con ambas manos, intentaba no ahogarme en mis propias lágrimas. Me arrojé sobre una de las muchas sillitas azules, simétricamente ordenadas del no-lugar. El piso otra vez frío y liso, que yo sé que no esta tan limpio como parece. En algún lado tiene que haber suciedad.

Ahogándome con mocos y manos, dos voces femeninas de gordas señoras viejas y buenas me traen otra vez los pañuelitos y me preguntan si "tengo a alguien muy mal adentro" y yo contesto por primera vez que sí, y se me agrieta el corazón pegado con curitas cuando me escucho diciendo eso. Y digo algo de unos veinte años así, y digo sí, mi papá. Y ahora en los brazos de quién me desmorono si es mi papá el que está aislado en el no-lugar. Si salir depende de él y parece que esta vez no quiere.

Y mezclo los dos recuerdos y busco los puntos en común, como en un juego de niños, y busco las similitudes y diferencias.

  • Siempre son mujeres las que se acercan cuando alguien llora
  • Las mujeres todas – menos yo - tienen pañuelitos a mano.
  • Algo hay que decirle a la gente que llora.
  • Los no-lugares si son todos iguales
  • Los no lugares no tienen idioma
  • Hace frío.
  • El piso.
  • Lloro
  • Se me rompe el corazón una y otra vez
  • Cuántas veces puede curarse el corazón?
  • Alguien tiene uno nuevo para donar?


 

Escribo para ficcionar la cotidianeidad cuando se torna insoportable. Porque si logro hacerlo irrealidad, puedo elegir el final. Y pelearme con el médico koreano que me crucé hoy en la unidad coronaria cuando visité a mi papá porque no tenía sentido del humor.

El dolor nos hace inimputables. Y a veces, eso está bien.

Pequeñas bellezas, para levantar el ánimo en un día gris.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Lavar

Me refugio en la cotidianeidad. Lavo la ropa, enjuago mis manos hasta hacerlas brillar, hasta que la espuma del jabón en polvo que guardo en un frasco desaparezca por completo. Nunca me gustaron las bolsas en que vienen los productos; paso todo a frascos. Limpios, translúcidos frascos de vidrio que antes albergaron mermeladas varias, quizá aceitunas, o pickles también, aunque no me gusten. Acepto los frascos de regalo. Lavo las tapas y saco las marcas hasta convertirlos en idénticos frascos anónimos. Simples recipientes en donde guardar mis secretos, mis deseos, un poco de sal, lo que quedó de pan rallado y el aceite que se puede volver a usar.

Me refugio en lo simple y seguro de ponerme a lavar la ropa que fui amontonando, en separar lo claro de lo oscuro, en escurrir cada prenda y descubrir que siempre me queda agua por sacar, en mojarme un poco las mangas que, aunque arremangue, siempre se terminan por mojar.

Me escondo en el olor que me queda en las manos, en subir a la terraza y colgar todo en la soguita blanca, endeble, que se acomoda al peso de mi ropa empapada que moja el piso rojo de baldosas usadas. Me quedo tranquila porque la ropa va a tener olor a sol en la mañana, porque hasta tengo plancha si quiero hacer desaparecer las arrugas que quedan marcadas.

Me calmo, intento olvidar todo lo que no hago, tapo deseos ocultos, insultos, artimañas, conjuros y profecías lavando platos y bombachas. La vida misma nos da revancha.