Moverse,
mudarse, mutar. Cambiar de lugar, hogar, espacio real y digital. Este año, el
movimiento externo e interno se convirtió en una constante diaria y mi
cotidianeidad deja de ser cotidiana. Los días no son siempre los mismos y las
vistas al despertarme, tampoco.
Vengo de
pasar casi un mes en México. Un lugar al que volé esperando encontrar cosas
conocidas; suponiendo que Latinoamerica me recibiría como me recibe una casa a
la que no voy hace tiempo, pero cuyos aromas recuerdo en lo más profundo de mi
ser. Fue así, y no.
Las calles
del Centro Histórico tienen algo de Buenos Aires. Los olores no son lo mismo.
El picante que se huele desde temprano a la mañana y las cartas con nombres de
comidas impronunciables me hicieron sentirme tan extranjera en tierras aztecas
como el contingente de ingleses que venía acarreando. El hecho de que alaben mi
español, también.
Los días
pasaron en Ciudad de México como pasan los vagones de metro: por minuto. Una
estación por minuto, y las miles de personas que pululan por los subsuelos de
una ciudad excavada en el mismísimo corazón de otra ciudad más milenaria, todos
se dieron vuelta al verme subir en algún vagón. Me sentí distinta. Me sentí
diferente en una ciudad que hace todo por recibirte con los brazos abiertos y
una comunidad de gente extraordinaria.
Pero,
asimismo, me sentí en mi salsa – como quién dice – al descubrir que la
comunidad teatral internacional es una suerte de hermandad secreta y que, vayas
donde vayas, una vez que estas adentro de un teatro, sin importar el o los
idiomas que se estén utilizando, el lenguaje es uno mismo. El escenario no
conoce color ni procedencia. Y todos los que trabajamos para hacer que las
cosas pasen, más allá de los ruidos, terremotos, food poisonings y sueros
intravenosos; tampoco.
México fue
una fiesta de la colaboración internacional y el hecho de haber formado parte
de un evento tan único y simbólico como fue llevar un Hamlet inglés al medio de
la Plaza del Zócalo, hacerlo accesible y gratuito para quien quisiera aventurarse
en una historia tan conocida y a la vez no, es el recuerdo más preciado de todo
el viaje. Casi.
El Día de
Muertos en medio de una montaña tirando globos de papel, aprender a comer
comidas dejando de lado el miedo al ardor en los labios, los mercados, las
palabras pegajosas como wey y chido, los colores intensos que pintan cada
rincón del país… un sinfín de imágenes y sabores que lograron acercarme a lo
que en verdad sí es un pueblo hermano lo mires por donde lo mires – sólo hay
que dejarse atrapar. Llevar. Guiar. De la mano.
Y la vuelta
a Londres, bajarme del avión y sentir el golpe de frío seco en la cara, llegar
a mi barrio y que eso sea lo
cotidiano… me hacen preguntarme cada vez más, y a diario casi, si es que uno en
verdad más de ser de un solo lugar puede llegar a sentirse parte de varios.
Una semana
más tarde, y con todo embalado nuevamente, me traslado del otro lado del río, a
una zona completamente extraña para mí. Todas mis rutinas cambian, los trenes,
los horarios, las formas de ir y venir y hasta donde compro mi comida.
Adaptarme – sólo por tres semanas – es un nuevo desafío. Cada vez lo hago más
rápido. Paso el mismo tiempo en este barrio que lo que viví en México (porque
yo no siento que pasé por DF, sino que viví ahí).
Me
convierto en un alebrije casi (saben lo que es un alebrije?). Un animal que
está formado por varios y que tiene lo mejor de cada uno para poder subsistir:
yo me mudo, viajo, me muevo por el mundo y junto visas y pasaportes, sellos,
escalas, horas perdidas en aeropuertos. Duermo en una infinidad de camas y me
baño en diferentes baños. Cambio de estación y de usos alimentarios. En dos semanas
vuelvo a Argentina a una casa en la que nunca viví, a un país muy diferente al
que dejé, y me pregunto si sentiré lo mismo que sentí al aterrizar en México, o
lo que sentí al regresar a Londres… o será algo completamente nuevo?
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